"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)
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miércoles, 20 de marzo de 2024

Mundo en llamas. Cuento de Gustavo Bedoya

Esta semana les traigo un cuento escrito por Gustavo Adolfo Bedoya Sanchez, Mundo en llamas, con el que obtuvo mención especial en el Primer Concurso de Cuento Infantil “Santiago Martínez Camacho”, de la Fundación Quimera (Ecuador).


Para leerlo completo sigan el siguiente enlace https://acortar.link/WnHp7h



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Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez:

Profesor universitario e investigador. Licenciado en literatura de la Universidad del Valle, con maestría en literatura colombiana de la Universidad de Antioquia y doctorado en historia de la Universidad Nacional.

En el 2022 fue finalista del XVIII Certamen de Relatos “Pilar Baigorri” (España), segundo lugar en el “II Concurso Nacional de Cuento: Dagua Escribe” (Colombia), mención especial en el I Concurso Nacional de Cuento “Santiago Martínez Camacho” (Ecuador); y en el 2020 fue finalista de la VII Edición del Concurso “Cuentos cortos para esperas largas” (Colombia). Asimismo, es el autor del blog de reseñas: https://guardopalabras.blogspot.com/

miércoles, 13 de marzo de 2024

El taller del poeta y el oficio poético.

El 8 de marzo de 2024 se hizo el lanzamiento del libro El taller de poesía, texto escrito y recopilado por el profesor Luis Fernando Macías, conocido escritor colombiano y profesor por muchas decadas de literatura. 

Esta semana les traigo una magnífica reflexión (que hace parte del libro). Este texto pertenece al poeta Pedro Arturo Estrada, quien nos explica que la poesía no es sobrecargar de adjetivos y de palabras suntuosas una oración sino descubrir lo que hay en el fondo de las cosas. 




El oficio poético
 
Por Pedro Arturo Estrada Z. 


A través de los años, y sin la intención de dogmatizar en torno a la escritura de poesía, he ido reuniendo algunas observaciones que me gustaría compartir y que considero útiles aunque sujetas al criterio de cada quien:


1. Todo lo que aparezca en un poema tiene que ser absolutamente necesario y preciso, de lo contrario, no será más que charlatanería, relleno lírico.

2. La mala poesía es aquella que repite los tópicos más predecibles y desgastados de supuesta belleza en la forma y el contenido, incluso cumpliendo cabalmente con todas las normas de la preceptiva o también ignorándolas sin razón.

3. En poesía vale muchísimo decir siempre más con menos. Dejar al lector espacio para su propia intuición e interpretación. No hay que darle todo explicado, no hay que contárselo todo exhaustivamente. Y tampoco pensar por él, ni adelantar juicios de valor en medio del poema. Sólo hay que expresar y poner las cosas al desnudo ante sus ojos. Nada más. Pocas palabras oportuna y perfectamente dispuestas abren la mente y el corazón; la verborrea cierra oídos y cerebros.

4. No confundamos, sin embargo, contención con escasez, sencillez con simpleza, sobriedad con incapacidad expresiva.

5. La restricción, lo que elegimos frente a lo que desechamos es, finalmente, lo que hace posible una escritura. Todo texto poético es por ello sólo la intensificación delimitada de algo más grande que el poeta apenas puede entrever, incluso a escala micro.

6. El conocimiento racional sólo sirve como fondo, como sustento o marco a la creación poética. Pero no es lo esencial.

7. En poesía no es suficiente, vale insistir, con que un texto esté correctamente escrito. Hay que hallar ese efecto sutil que se produce de golpe, que logra despertar en nosotros imágenes y emociones profundas en un instante de alta sensibilidad interior hasta alcanzar lo que llamamos una "epifanía", la revelación íntima que abre en la mente y el corazón nuevas posibilidades de entendimiento, de gozo, y sobre todo, de experiencia de totalidad.

8. Hay que permitirse, más allá de la buena factura, la buena hechura y la sólida construcción formal, ese entrecruzamiento inesperado, súbito, de los diversos sentidos que subyacen bajo la primera intención, la primera idea poética como tal. Permitir la irrupción repentina del azar, la fuerza aleatoria de los elementos puros del texto que por sí mismos comenzarán a mostrar una segunda naturaleza, un nuevo y más interesante trasfondo de realidades desconocidas, lo cual finalmente concederá al poema mayor poder de sugerencia, trascendencia simbólica, plurisignificación. La poesía es producto de una combinatoria alquímica que abandona el discurso lineal de la lógica.

9. Como en la pintura, como en toda obra de arte en general, un buen poema es algo existente y vivo en sí mismo. Y vale más por lo que es como presencia inédita de lo real hecho palabra e imagen, que por lo que le ponemos a decir como si fuera un mensajero, un pequeño instrumento de transmisión verbal al servicio de emociones epidérmicas o ideas interesadas.

10. Hay que darse cuenta, y recordarlo siempre, de que la poesía (poiesis) es una constante necesidad de expresión y "desocultamiento del ser", al decir de Heidegger, una búsqueda de lo invisible, de la verdad que yace enterrada bajo la visión rutinaria de la realidad.


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Pedro Arturo Estrada Z. Girardota (Antioquia) 1956. Poeta, narrador y ensayista. Ha publicado Poemas en blanco y negro (Editorial Universidad de Antioquia, 1994); Fatum (Colección Autores Antioqueños, 2000); Oscura edad y otros poemas (Universidad Nacional de Colombia, 2006). Próximos a editarse: Poemas de Otra/parte y Des/ historias. Sus textos han sido incluidos en diferentes antologías nacionales y del exterior. Ganó el premio nacional “Ciro Mendía” en el año 2004, y “Sueños de Luciano Pulgar” en 2007. Invitado en 1995 y 2005 al Festival Internacional de Poesía de Medellín y diversos encuentros poéticos del país. Se ha desempeñado como coordinador de talleres literarios con jóvenes y niños de Medellín en los últimos años. Fue miembro de la Casa de poesía Porfirio Barba Jacob de Envigado hasta 2005 y ha sido jurado de premios como el José Manuel Arango, Porfirio Barba Jacob, Ciro Mendía y Universidad de Antioquia. 

miércoles, 6 de marzo de 2024

18 fotos. Libro de Angela Ramírez

Esta semana nos complace compartir la llegada de un nuevo libro de la escritora antioqueña Angela María Ramírez, titulado 18 FOTOS una interesante novela corta que trata de una mujer joven a la que su padre le deja de herencia una vieja cámara de fotografias. Ella descubre que tiene un rollo adentro en el cual hay 18 fotografìas sin revelar. Pero también que tiene otras 18 por tomar.


Miremos el texto de la contraportada:

No todas las herencias son mansiones, empresas o cuentas bancarias, hay algunas más humildes, incluso podemos heredar animales, deudas, responsabilidades y hasta enfermedades. A Paula su padre le heredó una cámara y un rollo fotográfico a medias. Quedan dieciocho fotos por tomar, hay 18 imágenes desconocidas. Tiene que aprovechar una promoción le quedan pocas horas para revelar el pasado o para descubrir su presente.




En la novela "18 FOTOS" de Ángela María Ramírez, nos sumergimos en una historia íntima y conmovedora ambientada en la ciudad de Medellín, Colombia, en la época actual. La trama sigue los pasos de una auxiliar de enfermería cuya vida se ve marcada por una relación distante y conflictiva con su padre, quien la abandonó junto a su madre, víctima de cáncer.

La protagonista se encuentra en posesión de una cámara fotográfica heredada de su padre, la cual guarda en su interior un rollo sin revelar que contiene dieciocho fotos sin acabar. Impulsada por una promoción, decide aventurarse a capturar esas imágenes faltantes y revelar el rollo; desencadenando así un viaje emocional que abarca solo un día, pero que nos permite adentrarnos en su pasado a través de flashbacks reveladores.

La historia se desenvuelve principalmente en el pintoresco barrio de Buenos Aires, ubicado junto a la estación del tranvía, donde la protagonista reside y trabaja en un centro médico. A medida que avanza en su misión de completar las 18 fotos, se ve obligada a confrontar sus propios demonios internos y a enfrentarse a los recuerdos dolorosos que ha estado evitando.

"18 FOTOS" es una novela que destaca por su narrativa sencilla pero profunda, sin adornos innecesarios. Ángela María Ramírez logra transmitir con maestría la complejidad de las relaciones familiares, el proceso de sanación emocional y la búsqueda de identidad personal a través de una trama cautivadora y honesta.

Este es el séptimo libro que sale bajo el “sello de AMR. escritoras

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Título de la obra: 18 FOTOS
Autor: Ángela María Ramírez
Género: Novela corta
Páginas: 132
Año de publicación: 2024

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AMR Escritoras es un proyecto de escritura que une dos generaciones, la madre, Angela María Ramírez, y la hija, Abril Mejía Ramírez, en la pasión por la narrativa. Angela se adentra en novelas y cuentos, explorando las peculiaridades de la vida cotidiana y las excentricidades que definen a los personajes, presentándolos como comunes pero únicos, camuflados en la multitud. Su última novela, "La Corredora", desafía la realidad al seguir la vida de una joven artista que afirma volar por las noches y salvar vidas en la Antípoda, abordando sinestesias, rarezas y las luchas internas mientras navega por el complejo laberinto de la depresión y la transición a la adultez. Además, "Toc, Toc, ¿Quién Soy?" es un libro de cuentos que explora las particularidades psiquiátricas de sus personajes, desde marcadas hasta sutiles, incluso adentrándose en lo macabro.


Por otro lado, Abril, ha publicado dos libros y ha sido ganadora de varios concursos de cuento. Su creatividad se materializa en su novela juvenil "Los 10 Elementos", en proceso de edición.

AMR Escritoras tiene como objetivo proporcionar una plataforma para la publicación y difusión de aquellos que deseen explorar temáticas distintas y fuera de lo convencional, fomentando la diversidad y la originalidad en la narrativa. Juntos, buscan crecer y consolidarse como una oportunidad diferente en el mundo literario.

En los últimos años han salido siete los libros bajo el nombre de AMR escritoras, “nos estamos preparando para mejorar nuestros textos y apoyar a otras que se inician en el camino de las letras y que, por muchas circunstancias, entre ellas las económicas, están publicando sin ningún tipo de edición. Esperamos transmitir nuestros conocimientos y lograr que tanto nuestros libros como los de ellas se conviertan en un producto de calidad literaria y visual digno de ser distribuido y leído en cualquier parte”.


AMR OBRAS

Ángela María Ramírez
  • Isolda/ Novela juvenil
  • Hojas amarillas/ Libro de poesía
  • La corredora/ Novela Juvenil
  • Toc, toc. ¿quién soy? / Libro de cuentos
  • La Campanella/ cuento/ Veinte y una narradoras, palabras rodantes
  • Escalas del sexto/ cuento Líneas cruzadas editorial Hilo de plata
Abril Mejía Ramírez
  • Casiopea, la bruja de las letras. /ganadora del 1er puesto Pedrito Botero
  • Francia rosa/ ganador concurso nacional de cuento Ministerio de educación
  • Los duendes/ ganador del Concurso Nacional bibliotecas EPM
  • Alitas de cobre / Cuento
  • Papá Noel tiene diabetes/ Cuento

Redes:

Instagram: AMR.escritoras
AMR.escritoras@gmail.com

WhatsApp 3122377247

miércoles, 28 de febrero de 2024

Lanzamiento del libro ESO ES PURO CUENTO vol. 4

El 15 de febrero de 2024,  se realizó el lanzamiento del libro Eso es puro cuento, volumen 4,  editado por Libros para Pensar, y en el cual participaron 20 autores. 

El evento tuvo una asistencia de mas de 90 personas, que acompañaron a los 20 autores. 

El inicio estuvo amenizado por Jesus David Bernal quien nos deleitó con dos canciones (Vive, y A mis amigos)

La presentacion estuvo a cargo de Juan Andres Alzate (autor del libro y editor y fundador de la Revista Cronopio), el maestro Javier Echeverri (Escritor consagrado, quien hizo el prologo) y Carlos Alberto Velasquez, autor de varios libros  y coordinador de varios talleres de creación literaria de la editorial. 

Durante el evento se plantearon ciertas preguntas que motivaron una conversación muy interesante.: 

¿Vale la pena contar historias?

¿Que valor tiene una antología? 

¿Será el libro reemplazado por otro formato algún día?

¿Qué pasa con la tradición de narración oral en los tiempos modernos?


A continuación les compartimos la grabación del evento. 



Gracias a todos por su asistencia. Compartimos algunas imágenes del evento.  Agradecemos también al parque biblioteca de Belén por habernos cedido este espacio. 








miércoles, 21 de febrero de 2024

¡Poetas!

Escribir poesía no es lo mismo que escribir adornado. Por el contrario, un buen escritor encuentra las palabras precisas cuando quiere decir algo. No se extiende innecesariamente ni da vueltas con el idioma, porque conoce el sentido exacto de cada palabra. 

Hace poco en internet alguien en un grupo lanzó un reto:  

Un escritor no diría: "Quiero que te vayas. Estoy harto de verte". Un escritor diría.....

La mayoría de los miembros del grupo se explayaron enviando parrafos y parrafos de lo que ellos creían que un escritor diría. Daban vueltas innecesarias para decir algo que se podría resumir en "¡Lárgate y no regreses!"

¿Por qué será que la mayoria de las personas creen que para ser escritor hay que dar vueltas con las palabras? Igual me sucede con un grupo virtual de escritores al que me invitaron, (donde hay muchos autonombrados "poetas") que para dar los buenos dias, tienen que ir hasta el olimpo, y hacer cabalgar a Apollo con su carruaje brillante sobre el éter abovedado. ¿Acaso no pueden decir "Buenos dias"?

En ese chat algunos "poetas" escriben cosas que a veces no se entienden porque les interesa más mostrar su erudición y su "enorme léxico" que decir lo que quieren decir. Me molestan esos falsos poetas que no pierden la oportunidad de armar frases con palabras rebuscadas; que buscan declamar sus obras en público, pero que no escuchan a los demás pensando solo en lo que ellos van a decir. Que se desacen en elogios al que recitó una retahila insufrible porque temen decir la verdad:  "No entendí lo que dijiste", o peor aún, porque temen que no los elogien luego a ellos cuando vomiten palabras inconexas. 

Odio aquellas reuniones donde se reunen poetas con la esperanza de vender sus poemas pero que no tienen la menor intencion de comprar algunos versos ajenos. Que su única motivación es que los conozcan. 

Pocas veces en los encuentros de poesía encontrarás un poeta bueno. Los verdaderos poetas no escriben mucho, no hablan mucho, porque la mayor parte del tiempo la pasan maravillados por la vida. Esos son los poetas imprescindibles. 


A continuación comparto un texto que encontré en las redes. Desconozco si fue un diálogo real del programa de Roberto Gomez Bolaños o si es un texto que se le atribuye a él. 

De todos modos está genial. 

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"- Oye Lucas, ¿Tú crees que sea útil ser poeta?

- Claro que sí, Chaparrón, si no, ¿Qué pretexto vas a encontrar para morirte de hambre?

- Sí, pero yo quiero decir: ¿Tú crees que si hubiera más poetas la gente avanzaría con más seguridad por la vida?

- No, Chaparrón, para avanzar con más seguridad lo que hace falta es sincronizar los semáforos

- Estás en lo cierto, pero de cualquier manera para algo deben servir los poetas…

- Bueno, yo los utilizaría para disolver manifestaciones.

- ¿Para disolver manifestaciones?

- Sí, Chaparrón, ¿No te has fijado en cómo se desbarata una reunión en cuanto alguien se para a declamar un poema?

- Estás en lo cierto.

- Además, en esta época, ¿A quién le interesa que la luna sea blanca?

- A los del Ku Klux Klan.

-  No, pero yo estoy hablando de gente no de animales. [..] Pero de  cualquier manera tú no debes darte por vencido. Acuérdate que los poetas  no son los únicos seres inútiles que existen en el mundo. También hay  abogados, economistas, críticos de teatro, empresarios de boxeo; con el  agravante de que el abogado te manda a la cárcel, el economista te manda  a la bancarrota, el crítico de teatro te manda a la televisión y el  empresario de boxeo te manda al manicomio, si no es que al cementerio.  En cambio, los poetas a lo que más que pueden mandarte es al diccionario  para que averigües qué fue lo que quisieron decir".

📺 Los Chifladitos (1992)

miércoles, 7 de febrero de 2024

La droga salvadora. Cuento de Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Este cuento lo escribí hace mucho tiempo (por alla en 1987) y fue publicado por primera vez en mi libro La Monja Sin Cabeza y otros cuentos. 

Hace poco la Editorial Libros Para Pensar me ofreció participar en una excelente antología y quise compartir este cuento que sé que será del agrado de muchos.

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LA DROGA SALVADORA


Carlos Alberto Velásquez Córdoba


Todos mis compañeros decían que yo era un «lambón». Que sólo me quedaba a hacer turnos en la noche con el fin de que mis profesores me pusieran una mejor calificación que los demás. Claro que eso estaba entre mis planes, aunque muy en el fondo. ¿A quién no le gustaba sacar una nota destacada al final del semestre? Pero lo que me interesaba era aprovechar al máximo la rotación por el servicio de urgencias del Instituto de los Seguros Sociales. Aunque no era obligatorio hacerlo, el coordinador de prácticas había hecho la sutil «sugerencia» de hacer algunos turnos nocturnos en el servicio «para que el futuro médico se vaya empapando de la vida nocturna en una clínica». Y yo estaba convencido en ese entonces, como lo estoy ahora, de que el «arte» de la medicina no se aprende en los libros sino en la práctica diaria.

Corría el año de 1986 y yo me encontraba en el sexto semestre de Medicina. Mi tutor, de quien no mencionaré su nombre era apodado por sus compañeros como «Padre-mío». Aunque no era un hombre de vastos conocimientos en cuanto a medicina interna o a farmacología, era un excelente médico en el área de la traumatología, y la ortopedia. Nunca lo vi amilanarse ante un paciente que presentara las heridas más espeluznantes, y siempre lo vi actuar acertadamente con aplomo y seguridad para proporcionar la ayuda inicial aun cuando, muchos médicos compañeros suyos, incluso especialistas en las diferentes ramas de la medicina, palidecían y titubeaban.

Del doctor Padre-mío aprendí a reducir luxaciones y fracturas mucho antes de que llegara al semestre de ortopedia, aprendí a hacer muchos procedimientos que en la actualidad son prerrogativa de médicos especialistas. También aprendí que existen casos que parecen urgencias vitales y que muchas veces son manifestaciones somáticas de personas con dificultades familiares, sociales o económicas y que reaccionan ante éstas con síntomas similares a los de enfermedades graves. Y aprendí sobre todo a hacer frente a las situaciones más angustiantes con inteligencia y cabeza fría.

Recuerdo en especial una noche en que las consultas estaban particularmente disminuidas. Un turno calmado, pensaba para mis adentros, cuando escuchamos todos una algarabía que provenía de la entrada a urgencias. Todos los médicos y enfermeras nos asomamos con curiosidad y vimos un grupo conformado por unas ocho o diez personas. Todos muchachos jóvenes que traían a uno de los suyos en brazos. Algunos de ellos tenían armas en las manos. Unos pocos tenían revólveres y pistolas de manufactura casera. Otros, (la mayoría) puñales y cuchillos. Al ver el conjunto se podía intuir rápidamente a qué se dedicaban. Todos de aspecto agresivo, profiriendo palabras soeces, el cabello cortado a ras con una melena larga que colgaba en la nuca. Usaban camisillas de colores chillones, jeans desteñidos y tenis de colores vistosos. Era la usanza de los sicarios empleados por los mafiosos. Recordemos que en ese entonces el narcotráfico estaba en todo su apogeo y pululaban grupos de estos en toda la ciudad.

Lo primero que imaginamos era que uno de ellos venía herido, quizás de algún «trabajito» fallido. Ante el grito de «sálvenlo, sálvenlo», Padre-mío tomó la delantera y se acercó a ellos.

—Cálmense muchachos. A ver, qué es lo que le pasa al compañero suyo.

—Mire, hijueputa. Usted tiene que salvarlo —contestó uno de ellos mientras los otros no se cansaban de repetir—. ¡Sálvenlo!... ¡sálvenlo!... tiene un ataque... ¡tiene un ataque al corazón!... ¡Sálvenlo!

Instintivamente tornamos a mirar al supuesto herido. Tenía ambas manos crispadas sobre el corazón. Con una mueca histriónica y con los ojos saltones parecía más un payaso representando una obra teatral que un verdadero enfermo. Respiraba rápidamente y movía sus ojos y su cuello de un lado para el otro como presa de un delirio paranoide, muy propio de quienes consumen estupefacientes. Aunque las manos permanecían rígidas sobre el pecho, con sus pies pateaba a todos los que se encontraban cerca, incluso a aquellos que lo traían cargado.

Muchos de los médicos de más experiencia fueron abandonando el sitio y yo ya le iba a preguntar a mi tutor si aquello era una crisis conversiva (estado de ansiedad) cuando otro de ellos colocando su «changón» en la cara de Padre-mío le increpó:

—Vea «parce». Si usté no lo salva, usté se muere.

Las enfermeras gritaron y corrieron, los médicos desaparecieron antes que ellas, como por arte de magia, y sólo quedamos allí el doctor «padre-mío» y yo. En aras de la verdad, tengo que admitir que lo mío no fue un acto de valentía. Fue que al girar y correr choqué con la camilla metálica que se tenía a la entrada, y caí al suelo.

Ya me preguntaba qué se sentiría cuando una bala entrara en mi cabeza, cuando unos gritos me sacaron de mi ensimismamiento. Era Padre-mío que, con un aplomo digno de cualquier soldado ateniense, me decía que le ayudara a subir al paciente a la camilla, en tanto que les decía a los agresivos acudientes:

—Vean muchachos. Este amigo suyo está muy grave. Vamos a ver si lo podemos salvar, pero no podemos asegurarles nada. Mientras que le hacemos la resucitación, necesito que todos ustedes vayan a buscar a los familiares del joven ya que necesitamos treinta y siete donantes de sangre que sean familiares. Sirven primos y hermanos. Mientras tanto, el doctor —refiriéndose a mí —y yo, vamos a llevarlo a practicarle una cirugía muy delicada.

Ante la insistencia de algunos de ellos de no dejarlo solo, el doctor les dijo que a él le servía más que fueran a conseguir «todo ese montón de gente». Como era de esperar, la mayoría salieron corriendo de lugar, no sin antes asegurarnos que nos matarían si no lo salvábamos. Unos pocos quedaron en la entrada para asegurarse de que no escaparíamos y «por si al “dóctor” —con tilde en la primera sílaba— se le ocurría otra cosa que se necesitara».

Como pudimos entramos la camilla con el «enfermo» que continuaba pateando, brincando y contorneándose, como presa de alucinaciones, y nos dirigimos a la sala número cuatro, no sin antes asegurarnos de que ningún acompañante nos seguía. A medida que pasábamos por el corredor, se iban abriendo las puertas y se asomaban las cabezas de una que otra enfermera y algún médico curioso que quería saber qué había pasado con nosotros.

Padre-mío los tranquilizaba diciéndoles que todo estaba bajo control, que era una simple crisis conversiva. Yo, sin embargo, sufría al pensar qué ocurriría conmigo si el doctor estuviera equivocado y el paciente falleciera. No quería ni imaginarme lo que haría esa turba enardecida.

Al llegar a la sala me extrañó que el doctor arrinconó la camilla contra la pared y con toda la calma del mundo se sentó en su escritorio a seguir escribiendo la historia clínica del paciente anterior. Yo, asustado, miraba al paciente que cada cinco o seis segundos lanzaba un grito o un suspiro y adoptaba otra mueca diferente para permanecer así hasta el siguiente suspiro.

Bastante preocupado y con la voz temblando le pregunté al profesor si le íbamos a colocar algo o a hacerle algún tratamiento, a lo que él respondió que no. Que lo dejaríamos ahí hasta que decidiera levantarse por sus propios medios. Y añadió: Ese paciente no tiene nada.

Palabras funestas. Inmediatamente vi como el paciente se tornaba rígido, brotaba sus ojos y dejaba de respirar.

—¡Doctor! – grité, mientras comenzaba a revisar sus pupilas y sus reflejos los cuales eran normales. Su presión arterial y su pulso eran del todo adecuados.

El doctor Padre-mío alzó la mirada hacia el paciente, lo observó unos pocos segundos y levantando sus hombros como restándole importancia me respondió:

—No le parés bolas a eso. Ese muchacho no tiene nada. Ahora verás que vuelve a respirar.

Palabras proféticas. A los pocos segundos me sobresaltó una bocanada de aire que tomó con avidez como si hubiera estado sumergido en una piscina por mucho tiempo. Una sola bocanada y volvió a quedarse rígido.

Por mi cabeza pasaron los criterios para el diagnóstico del trastorno de conversión que aparecían en el DSM III (en ese entonces) y que establecía las bases para hacer el susodicho diagnóstico psiquiátrico anteriormente llamado «crisis histérica».

Repasaba mentalmente los criterios y cada vez me convencía de lo acertado del diagnóstico, cuando en esas entró el doctor Vélez, y, con el volumen de la voz un tanto alto para lo pequeño del consultorio, preguntó a Padre-mío:

—¿Qué vamos a hacer, pues, con este hombre?

—No te preocupés —respondió Padre-mío hablando todavía más fuerte—, ahorita lo bajamos a la morgue y lo dejamos allá. Cuando ya esté muerto, le sacamos los órganos, para los trasplantes.

Al escuchar semejante cosa retrocedí varios pasos, pues supuse que el presunto enfermo saltaría como loco de su camilla.

Nada. Permanecía con aquella mueca, los ojos igual de abiertos, y las manos crispadas sobre el pecho. Ni un parpadeo, ni un ápice de movimiento. Parecía una estatua de cera.

El doctor Vélez sonriendo maliciosamente se acercó a la camilla mientras decía: «listo, ¿qué estamos esperando?» Cogió el borde de aquella, y la zarandeó con un movimiento corto, pero brusco. Ello fue suficiente para resucitar al paciente.

En milésimas de segundo la supuesta víctima del ataque al corazón corría por los corredores, tambaleándose quizá por la «traba» y tal vez por el desespero. Chocaba con camillas y muros por igual, mientras gritaba a todo pulmón:

—¡Médicos hijueputas!, con razón en esta clínica dejan morir a los pacientes. ¡Hijueputaaas!, ¡malparidooos!...

Instintivamente torné a mirar a Padre-mío, quien ya corría por el corredor contrario rumbo a la sala de espera. Sin más dilaciones, me precipité detrás para saber qué era lo que ocurría y alcancé a llegar justo cuando Padre-mío explicaba a los compañeros de nuestro paciente (de los que quedaban, unos seis o siete) los pormenores de la atención.

—Muchachos, ese compañero suyo estaba más grave de lo que pensé. Si se hubieran demorado más en traerlo no sé qué hubiera pasado. Aquí llegó muy mal. Prácticamente llegó muerto. Tuvimos que darle masaje cardiaco y respiración boca a boca, pero nada, no reaccionaba...

Un murmullo de desconsuelo corrió por la sala.

—Le pusimos adrenalina, pero… ¡nada! Incluso tuvimos que desfibrilarlo, esas cosas que les ponen en el pecho a los pacientes y les ponen corriente, pero ¡nada! Este muchacho no nos respondía. Finalmente —seguía improvisando, Padre-mío, ante los atónitos acompañantes—, tuvimos que utilizar una droga nueva que está en experimentación. Es lo último que ha salido, pero aún no es ciento por ciento segura. Con eso logramos salvarle la vida, pero tiene un problema: el amigo suyo puede quedar con alucinaciones de por vida. No se asusten si de pronto le da por ver dinosaurios que se lo quieren comer, o si le da por creer que unos marcianos se lo quieren llevar...

En eso, un estruendo nos sobresaltó. La puerta de doble ala se abrió de par en par de una patada. Nuestro paciente, pálido como un papel, sudoroso, con una mirada fulminante y con el brazo extendido señalando con el índice a mi profesor gritó una verdad contundente:

—Ese médico hijueputa me quería matar para sacarme los órganos.

—¡Ay, Dios! —dijo Padre-mío con los ojos entornados al cielo cual beato en oración—, ¡ya empezaron las alucinaciones!

Todo sucedió rápido. El «resucitado» se abalanzó hacia sus compañeros tratando desesperadamente de arrebatarles algún arma con la cual atacarnos gritando en medio de su «delirio».

—¡Prestáme el fierro!, ¡prestáme el fierro, que yo tengo que matar a este hijueputa!

Los compañeros trataban de calmarlo:

—Tranquilo mijo, tranquilo mijo, que eso es una alucinación.

—Sí —decía otro—, usté estaba muy grave y el “dóctor” lo salvó.

—Sí, quedáte tranquilo, que vos debés reposar.

—Pobrecito —decía Padre-mío—, esas alucinaciones como son de horribles —y miraba a nuestro paciente con ternura angelical.

—¡Qué alucinaciones, ni que hijeputas!... este H.P. me iba a meter a la morgue y me iba a sacar los órganos. Me quería matar. ¡Prestame el fierro! —y forcejeaba para tratar de alcanzar alguna de las armas de sus compañeros.

Varios amigos lo cogieron de los brazos mientras él luchaba desesperadamente por liberarse.

—Doctor, ¿y esas alucinaciones duran mucho? —preguntó uno de ellos que hasta el momento me había parecido el más calmado.

—Pues no sé, gordo — respondió Padre-mío con aire de desconsuelo—, eso es impredecible. Pueden durar pocos días o quedar para toda la vida.

—Les digo que me quería matar. ¡Créanme! —gritaba el pobre paciente.

—¿Saben que es lo que más me preocupa, muchachos? —dijo Padre-mío captando la atención de todos nosotros. (De todos menos de la víctima claro está, que luchaba por liberarse y hacerse con un arma)— Que este pobre muchacho en una de esas alucinaciones le dé por hacerme algo... y con todo lo que luché para que no se muriera.

—Tranquilo, mi doc, no se preocupe—, dijeron casi a coro todos los acompañantes —No se preocupe que, mientras que Milton tenga esas alucinaciones no vamos a dejar que «huela» ningún arma. Nosotros se lo prometemos.

—Sí, doctor, no se preocupe, que usted salvó a nuestro compañero y a usted lo vamos a cuidar.

Y como si todo estuviera finiquitado, salieron de la sala de urgencias hacia la oscuridad de la noche, felices de haber recuperado a su amigo, a su compañero del alma que fue robado de las garras de la muerte y traído nuevamente al reino de los vivos.

Fin

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Aprovecho para invitarlos al lanzamiento del libro el próximo 15 de febrero de 2024 en la sala mi barrio del Parque biblioteca de Belén. 



miércoles, 24 de enero de 2024

Qué es un microrelato

Uno de los temas que hemos visto en el Taller de creación literaria que coordino, es el de los microrelatos o microcuentos. Debo confesar que definir el micro relato no es fácil y no existe un consenso. 

Un microrrelato (también, microcuento) es un texto breve en prosa, de naturaleza narrativa y ficcional que, usando un lenguaje preciso y conciso, se sirve de la elipsis para contar una historia sorprendente a un lector activo.​ 

Los términos microcuento, cuento brevísimo, microrrelato y minicuento son las denominaciones dadas para un conjunto de obras diversas cuya principal característica es la brevedad de su contenido.​

Se caraterizan por: 

  • Extensión breve
  • Por lo general no describen lugares o personajes.
  • Se fundamentan en hechos o acciones (o consecuencias)
  • Tienen un marcado uso de figuras literarias. 
  • Se apoyan en la intertextualidad (lo que no se dice pero el lector conoce)
  • Tienen un desenlace sorpresivo y semi oculto (no directo)
  • Implican la participación del lector. 
  • El título, en ocasiones, hace parte de la  historia.  


Miremos algunas definiciones:  


"... un tipo de relato extremadamente breve. Se diferencia del cuento en que carece de acción, de personajes delineados y, en consecuencia, de momento culminante de tensión (...) No se ajusta a las formas breves de la narración tradicional como la leyenda, el ejemplo, la anécdota. 

Como juego ingenioso de lenguaje, se aproxima al aforismo, al epigrama y a la greguería. Posee el tono del monólogo interior, de la reveladora anotación de diario, de la voz introspectiva que se pierde en el vacío y que, al mismo tiempo, parece querer reclamar la permanencia de la fábula, la alegoría, el apólogo. El desenlace de este relato es generalmente una frase ambivalente o paradójica, que produce una revelación momentánea de esencias.

Por este motivo, pudiera decirse que participa del lirismo del poema en prosa, pero carece de su vaguedad ensoñadora. Se acerca más bien a la circularidad y autosuficiencia del soneto. Porque trata de esencias, participa también de la naturaleza del ensayo. Se distingue de éste, sin embargo, porque algún detalle narrativo lo descubre como ficción".

Dolores Koch,(1986)

 

“un texto narrativo con sentido completo, en el que se cuentan una o más acciones, en un espacio no mayor de veinticinco renglones, contentivo cada renglón de no más de sesenta caracteres, esto es, una cuartilla”.       

Armando José Sequera (1990) 


"... su mínima pero difícil composición, que exige inventiva, ingenio, impecable oficio prosístico y, esencialmente, impostergable concentración e inflexible economía verbal, como señala José de la Colina,  para los que él llama `cuentos rápidos'. La minificción no puede ser poema en prosa, viñeta, estampa, anécdota, ocurrencia o chiste. Tiene que ser ni más ni menos eso: minificción. Y en ella lo que vale o funciona es el incidente a contar. El personaje, repetidamente notorio, es aditamento sujeto la historia, o su pretexto. Aquí la acción es la que debe imperar sobre lo demás". 

Edmundo Valadés (1990) 



A continuación replicamos algunos ejemplos de microcuento.  

TABU
El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
-¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
-¿Zangolotino? -pregunta Fabián azorado.
Y muere.
Enrique Anderson-Imbert.
(Las pruebas del caos)

OPUS 8
Júrenos que si despierta, no se la va a llevar -pedía de rodillas uno de los enanitos al príncipe, mientras éste contemplaba el hermoso cuerpo en el sarcófago de cristal-. Mire que, desde que se durmió, no tenemos quien nos lave la ropa, nos la planche, nos limpie la casa y nos cocine.
Armando José Sequera.
(Escena de un Spaguetti Western)

ALAS
Yo ejercía entonces la medicina en Humahuaca. Un tarde me trajeron un niño descalabrado; se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando para revisarlo le quité el poncho vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:
-¿Por qué no volaste, m'hijo, al sentirte caer? 
-¿Volar? -me dijo- ¿Volar,  para que la gente se ría de mí?
Enrique Anderson-Imbert
(El grimorio)

Leer otros microcuentos: 

miércoles, 3 de enero de 2024

Frankenstein o el moderno Prometeo.

El año pasado fui invitado a dar una conferencia sobre creatividad y literatura y quise comenzar mi charla con una historia real: 

El 18 de enero de 1803, un joven llamado George Forster fue condenado a la horca en la prisión de Newgate. (Inglaterra). El hombre habia sido encontrado culpable de haber asesinado a su esposa y a su hijo, ahogándolos. 

El hombre caminó hasta el cadalso, se le puso la cuerda en el cuello y se accionó el mecanismo. El cuerpo se agitó por unos minutos hasta quedar inmovil. Un médico subió y luego de examinarlo lo declaró muerto. 

Su cuerpo fue traslado a una casa cercana para hacer un experimento: fue sometido a una corriente galvánica, tal como fue relatado en el TIMES. 

Primero aplicaron el procedimiento en la cara: la mandíbula del criminal fallecido comenzó a temblar, los músculos del rostro se retorcieron terriblemente y se abrió un ojo. Posteriormente, la mano derecha se levantó y se apretó, y las piernas y los muslos se pusieron en movimiento.

Si bien, esto podría ser una simple noticia de un periodico, o un artículo para una gaceta científica, la historia no pasó desapercibida. Unos años más tarde Mary Shelly publicó una novela en la que un científico hacía pasar corriente electrica en el cuerpo construido con restos de cadáveres humanos. 

De allí salió la historia la criatura de Victor Frankestein. En mi charla, que pueden ver en este enlace, analizo el tipo de pensamiento creativo y cómo de cualquier evento se puede crear algo nuevo (Ver conferencia). 

Esta semana les traigo un texto muy interesante sobre la obra de Mary Shelly, que encontré en Facebook, del cual desconozco su autor. Se conceden los respectivos créditos. 


Frankenstein o el moderno Prometeo

El término ‘Ciencia ficción’ fue acuñado en 1924 por el escritor Hugo Gernsback (Los Hugo Awards, se llaman así en su honor). Antes de ello se las solía encasillar en ‘Narrativa especulativa’ o confundirlas con novelas fantásticas. El género en sí es atemporal e imaginario, un abanico tan grande como difusos son sus límites. El hecho que su narrativa deba tener un sustento científico, aunque sea especulativo, no ayuda a acotar los textos que se puedan considerar pertenecientes al género.


Utopía de Tomás Moro en 1516 y Somnium de Johannes Kepler en 1634, son los primeros embriones del género. Otros autores que coquetearon con la ciencia ficción fueron Cyrano de Bergerac, Daniel Jost de Villeneuve, Louis-Sébastien Mercier, el Barón de Münchhausen y Luciano de Samosata. Pese a estos adelantados, hay una coincidencia tácita en reconocer que la Ciencia ficción nació de la mano de Mary Shelley el 17 de junio de 1816.

Mary Wollstonecraft Godwin, una joven londinense cuya madre murió durante su nacimiento, fue criada de manera liberal por su padre, el filósofo y novelista William Godwin, ambos hechos marcarían su carrera literaria. Su relación con Percy Bysshe Shelley fue conflictiva a título personal pero literariamente inspiradora. Percy, al tiempo que era su pareja, mantenía relaciones con su ex esposa y coqueteaba abiertamente con Claire, hermana de Mary. Percy incluía a Mary en toda reunión a la que fuera invitado ‘era un lujo ser acompañado por una joven e inteligente mujer’.

En el comienzo del siglo XIX se vivía el despertar de la revolución industrial, la sociedad erudita debatía las consecuencias morales y científicas de los severos cambios que se avecinaban. En 1814. Mary conoció al joven científico Andrew Crosse, quien aseguraba que con electricidad podía dar vida a objetos inertes y devolverla a humanos fallecidos. Era tal el misterio que envolvía a la electricidad que todo era posible. Se acercaban una sucesión de eventos en la vida de Mary, que sembrarían el gen de su maravillosa obra.

Estando en Suiza, visitó el castillo de Frenkenstein, donde conoció a Johann Conrad Dippel, quien le comentó sobre sus experimentos con cuerpos humanos. Otro hecho importante en la vida de Mary, fue la pérdida de un embarazo a principios de 1816. En esos años era muy común que las mujeres murieran en el parto, o el nacimiento de fetos muertos, transformando el nacimiento de un hijo en un hecho tortuoso y atemorizante. Con todos estos hechos en su mente, Mary y Percy fueron invitados por Lord Byron a pasar unos días en la mansión Villa Diodati, a orillas del lago Lemán en Suiza. En realidad, Byron quería encontrarse con Claire, la hermana de Mary, pero decidió mantener las formas.

El verano de 1816 fue atípico en el hemisferio norte, tan atípico que no hubo verano. Todo el año se vio empañado por un invierno volcánico provocado por la erupción del monte Tambura en Indonesia. Sin poder disfrutar del sol ni el lago, los días de Mary, Percy y Claire en la estancia de la Villa Diodati se fueron tornando tediosos y monótonos. Once días después, se sumaron Lord Byron y su amigo médico, John Polidori.

La noche del 17 de junio, los cinco habitantes se entretuvieron leyendo Fantasmagoriana, una antología de cuentos de terror. Byron interrumpió la monótona velada con una idea: que cada uno escribiera su propia historia de terror y luego la compartieran. El poeta inglés no estaba interesado en lo que pudieran escribir alguna de las jóvenes o el médico sin talento literario. Buscaba lucirse o competir con Percy, pero lo que ocurrió esa noche fue una sorpresa para todos.

Cumplido el plazo los resultados fueron impensados, Byron, Claire y Percy no completaron el pedido, es más, apenas pasaron la primera página. Los dos relatos terminados eran los de Polidori y Mary. El texto del médico hablaba de unos seres similares a los Vampiros, primera referencia literaria que se tenga sobre ese tema. Fue el relato de Mary el que sorprendió a todos, sin nombre aún, había nacido Frankenstein. Los tres amigos coincidieron e insistieron en que el relato debía ser ampliado y publicado.

La novela de terror gótico explora los misterios de la creación, evoca el mito clásico del Titán que crea un hombre de arcilla. A diferencia del mito, no es Dios quien castiga al falso creador, sino su propia criatura. Está presente el miedo a las consecuencias de las nuevas tecnologías y los límites morales de quienes las manejan. El libro Frankenstein o el moderno Prometeo salió a la venta en Londres el 1 de enero de 1818.

En 1831 salió una nueva edición corregida y ampliada en la que participó su esposo Percy. Muchos años después, en la biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford, se encontró el manuscrito original de 1817, mucho más descarnado y oscuro que la versión definitiva, lo que permitió reediciones que mostraron esa fantasía científica tal cual la pensaba Mary Shelley.

miércoles, 13 de diciembre de 2023

In-felices fiestas - Rodrigo Fresán.

Un genial texto de antinavidad del escritor argentino Rodrigo Fresán, leído por Carlos Ignacio Cardona en el programa Literatura para oir, de la emisora Radio Bolivariana. (texto completo abajo). 




(In)felices fiestas.


Confesémoslo como quien asume un pecado esperando ser redimido nada más y nada menos que por la potencia inmemorial y radiactiva de una fecha marcada en rojo en los calendarios: ya desde el principio todo el asunto pinta mal y conduce al temblor.

Y no es por la descendente temperatura boreal sino por ese siempre en ascenso y sobrenatural espía que surge del frío año tras año. Un hombre corpulento con barba y traje raro, que no deja de lanzar carcajadas mientras invita a la incorrección de que los niños se sienten en sus rodillas mientras no deja de toquetearlos y de hacerles preguntas incómodas acerca de la bondad y del mal comportamiento y prometiéndoles no solo hacer justicia sino, mientras todos duermen, colarse por las chimeneas de las casas y ponerse a olisquear con fetichismo calcetines ajenos. Y mejor no hablemos de su despreocupación en cuanto a esclavizar a cientos de elfos en su taller, de la ferocidad con la que les exige a esos pobres renos que soporten una carga bestial y de su facilidad para volar saltándose todo control aéreo a una velocidad pasmosa.

Digámoslo entonces: ese tipo no es de fiar.

Y si tiene algo para dar es miedo. Sí: Santa Claus o Papá Noel o Viejito Pascuero o cualquier otro de sus múltiples alias da miedo. El mismo tipo de miedo que producen los payasos. Solo que el amo y señor de la Navidad es, desde siempre y para siempre, el dueño y domador del circo.

Y mejor no hablemos del modo en que se llegó a ese ser y a esta fecha que empezó a fecharse hace unos cinco mil años, en las tinieblas del Neolítico. Días más cortos (o más largos, si se celebraba la cuestión bajo la línea del Ecuador) y festivales eternos y comilonas bestiales junto a pilares de piedra iluminados por hogueras e intercambio de objetos de bronce y, después, todos a aparearse con todos bajo ese pino sagrado y a esperar los nacimientos con la llegada de la primavera. Y las Saturnalias de los antiguos romanos en las que, por un rato, los esclavos eran servidos por sus amos y se intercambiaba sigillaria (figuras de cera o arcilla). Y las doce jornadas medievales yendo del 24 de diciembre a la twelfth night del 6 de enero con danzas y canciones y torneos. Y la versión victoriana –con los niños como grandes protagonistas– que es aquella de la que proviene la nuestra. Solo que entonces los niños soñaban con juguetes y no con teléfonos móviles.

Y, claro, hablando de niños: también está todo eso del cronológicamente imposible nacimiento del Mesías producto del acoso sobrenatural de una deidad mayor (dios que años más tarde sacrificará a su hijo en su nombre) a una virgen sin #MeToo que la defienda.

Pero más allá de la variedad de deseos y del cambio de las modas y del sabor de la fe que se profese, hay algo muy inquietante en esa suerte de zona fantasma que son las fiestas findeañeras. Así, la Navidad & Co. como ciclotímica, inquieta, hormonal y por siempre adolescente. Si la Navidad fuera una de las edades del hombre, sería –a no dudarlo, coherentemente– la Edad del Pavo. Y lo más terrible de la Navidad & Co. no es la obligación de reunirnos con gente a la que optamos por no ver el resto del año; tampoco la demencial crecida de nuestro presupuesto mensual en nombre de unas pocas noches. No, lo terrible de la Navidad es que no solo nos obliga a repasar una y otra vez nuestra idea de la felicidad (en la que pensamos de reojo durante once meses y dos semanas), sino que, además, la pluraliza. Eso de, ya saben, “Felicidades”. De pronto es como si no bastara, no fuera suficiente, con la inalcanzable y singular y esquiva felicidad. Ahora, además, se impone la idea de varias felicidades, de muchas formas de alegría, del gozo automático y reflejo. La sonrisa como mueca y risas y campanitas y estrellita y a rebuscar bajo el arbolito lo que nos dejaron y descubrir todo aquello que no nos trajeron ni nos traerán. Jornadas, también, en las que se sacan conclusiones de lo sucedido en los doce meses anteriores (y en toda una vida) y se prometen imposibilidades para los doce meses que vendrán porque, de pronto, queremos tanto y creemos tanto y sentimos la imperiosa necesidad de querer creer en lo que sea. Una dimensión espaciotemporal en la que, se supone, todos flotan en un limbo de paz en el mundo y ho-ho-ho y jingle-jingle y twinkle-twinkle. Una suerte de paréntesis donde se ordena e impone la obligación de ser feliz aunque uno no lo sea y se autoconvence de que no hay nada mejor que estar todos juntos aunque el resto del año la proximidad de más de un miembro de nuestra tribu se nos haga tortura intolerable.

Y, ah, las postales innecesarias obturando la boca del buzón. Y la puntual resurrección de esa insoportable canción de Wham! y su terrible videoclip de suéteres y chimenea y nieve y ski resort y subtexto swinger (y todo pecado se paga y no olvidar que George Michael falleció un 25 de diciembre). Y las recopilaciones de greatest hits y los nuevos álbumes de villancicos y Christmas songs a cargo de artistas sin nada nuevo que ofrecer; este año ha sido el turno de Los Lobos y Robbie Williams, pero por ahí han pasado hasta Bob Dylan sin olvidar que John Lennon se compuso un standard pacifista a la medida y que el single más vendido de la historia sigue siendo el “White Christmas” compuesto por Irving Berlin con la voz de Bing Crosby. (Y no hace mucho leí que los villancicos hacen mal. Los villancicos te vuelven loco. Al menos así lo decidió el sindicato alemán de vendedores de tiendas que desde hace ya un tiempo exigió a los dueños de los grandes almacenes de Berlín que les dieran quince minutos extra de descanso a los vendedores para así compensar y reponerse de la “crueldad mental” que significa trabajar ocho horas al día escuchando ininterrumpidamente esas vocecitas de ardillas anfetamínicas y esas campanitas que resuenan sin cesar.) Y el mensaje del Rey de España y, hasta hace poco, el cada vez más psicotrónico especial de Raphael. Y la inesperada llamada telefónica de esa persona informándote de que tiene algo-para-decirte-que-nunca-te-dije-y-es-mejor-que-te-sientes. Y los comerciales televisivos alegóricos que no hacen más que subrayar, apenas subliminalmente, ese espasmo similar al de la orquesta en la cubierta cada vez más vertical del Titanic. Así, la emoción de ganar la lotería o esa cantinela del “vuelve a casa, vuelve… te esperamos” en nombre del turrón, pero que a mí siempre me pareció más propia del constante retorno de uno de esos slasher-gore killers como Michael Myers o Jason Voorhees listos para trinchar al pavo y a todos los que se le pongan por delante.

Y, de pronto, uno ya no aguanta tanto espanto (“será por eso que la quiero tanto”, rimaría Jorge Luis Borges) y cae de rodillas y le reza al Grinch de Dr. Seuss, al Jack Skellington de Tim Burton, al Bad Santa de Billy Bob Thornton, al Festivus de ese episodio de Seinfeld a celebrar el 23 de diciembre, a la pequeña asesina en serie de Santa Claus en ese relato perfecto de Spencer Holst (y a muchos de los personajes en los cuentos que siguen a estas líneas en esta revista). A todos esos grandes y festivos saboteadores de lo festivo que no son otra cosa que la versión épica y epifánica de ese tío nuestro que ha bebido de más y, de pronto, en el centro de esa cena que se desea última, se pone de pie y anuncia –con voz de tenebroso descorazonado– el principio de ¡El Horror! ¡El Horror! y la continuación de haber vuelto a recibir el más equivocado de los regalos y el seguimiento de, siete días más tarde, con todo un año por delante, empezar a romper todas esas tan poco prometedoras promesas para las que no hay vacuna ni cura.

Y tal vez la Navidad no sea un virus. Tal vez sea una droga. Alto poder adictivo. No se puede parar. Un compuesto químico que obliga a sonreír a todo el mundo, a abrazarse y a convencerse de que la felicidad es un invento posible. Así, la invención de la Navidad equivale a la invención de la felicidad. O viceversa. Así, los que se odian se abrazan resignados durante este limbo de siete días, porque –a no olvidarlo– nos vemos de nuevo para festejar otra improbable abstracción espaciotemporal.

Aún así, la Navidad es un engaño que debe ser preservado a toda costa. Desde hace siglos, funciona como Mentira Original siseante y enroscada alrededor del tronco que une a padres e hijos. Así, se premia la buena conducta y la honestidad mediante la construcción de una dulce falacia cuyo esclarecimiento tarde o temprano deja siempre un sabor amargo. Porque se deja de creer en Papá Noel y enseguida se deja de creer en el supuesto amor que sienten los padres entre sí y, por extensión, en el amor que profesan hacia uno. Y la onda expansiva de esta decepción iniciática acaba por cubrir toda una vida incrédula e inverosímil.

Y la pregunta es, claro, ¿se cree en la Navidad o es la Navidad la que cree en nosotros?

Pero, más allá de variaciones públicas y apreciaciones personales, todos regresamos a las universales y plurales fuentes y al Big Bang y al Alfa del asunto: A Christmas carol de Charles Dickens (1843) y donde fantasma es la palabra clave (no olvidemos que el inmenso librito apareció originalmente con el subtítulo “Historia de fantasmas navideña”, haciendo más hincapié en lo espectral que en lo festivo). Y allí el escritor inglés gana y nos hace ganar, cuando deja asentado que ese día doble que es el 24/25 de diciembre es terreno fértil para que pasten las apariciones. Dickens lo escribió para huir de la tiranía de los folletines, para empezar y terminar algo rápido y muy comercial, porque estaba resfriado y no podía ir a las fiestas que tanto le gustaban (aunque “Mi padre no era un buen tipo”, se arriesgó a susurrar una de sus hijas una vez que hubieron concluido los fastos del entierro del escritor en Poets’ Corner, abadía de Westminster).

En su monumental biografía, Peter Ackroyd arranca con algo que ya había asentado en su momento G. K. Chesterton: “No resulta arriesgado afirmar que Dickens reinventó por sí solo la idea de la Navidad tal como la conocemos hoy: ese grupo familiar reunido para disfrutar de los placeres, el afecto y la esperanza, idealizado a partir de las tenebrosas visiones de su infancia donde, siempre, la tristeza, la miseria y la muerte crecían fértiles como fantasmas ciertos.”

Y es la elección de lo fantasmal como vehículo para su historia lo que convierte la estrategia de Dickens en algo particularmente eficaz y perdurable: se sabe que la fiesta dura poco pero las apariciones son para siempre. La fantasía de Dickens funciona igual de bien que el primer día, porque se las arregla para hacer comulgar la idea del festivo “pavo más grande que haya” y las lucecitas en el árbol con la oscura culpa y el hambre insaciable de lo que pudo haber sido y no fue pero tal vez será.

La variación más exitosa y lograda sobre el tema es otra atemorizante fantasmagoría: It’s a wonderful life, película de Frank Capra de 1946 y cuyo casi obligado revisionado el día en cuestión ya es otra de las tantas tradiciones aceptadas.

Una y otra dan miedo porque tratan de los misteriosos vaivenes de la memoria y de la posibilidad de cambiar cuando lo que en verdad se desea es desaparecer por completo.

Y ya se sabe: la nouvelle de Dickens narra la historia de un hombre malo, Ebenezer Scrooge, que se vuelve bueno; mientras que la película de Capra (el diciembre pasado Saturday Night Live la parodió con Trump, causando indignación en el presidente) se ocupa de la trama de un hombre bueno, George Bailey, que se vuelve un desesperado.

En una y en otra hay visitas sobrenaturales –ángeles y fantasmas– y las dos acaban bien (y no está de más recordar que el “malo” de It’s a wonderful life no recibe castigo alguno mientras que todo hace pensar en que Bailey ya jamás podrá dejar esa casi vampírica Bedford Falls que lo reclama y lo retiene).

Aunque, bueno, ya lo dije y lo apunté en otras ocasiones: yo siempre me quedé con las ganas de ver cómo seguían, qué ocurriría una vez disipada la encantadora onda expansiva de la explosión benéfica de las fiestas y resonando otra vez el ominoso silencio de la normalidad. Porque esa es la clave de la Nochebuena y de ese eco que es la Nochevieja, siete días después: no duran nada, son más un breve espejismo que un permanente oasis, una ínfima tregua en la guerra de todos los otros días.

Y, lo siento mucho, la verdad sea dicha por más que la verdad sea dolorosa y Charles Dickens haya decidido no contarla por piedad hacia nosotros, para no arruinar las fiestas. Los escritores y los guionistas tienen el poder de terminar una historia en el momento en que lo consideran más oportuno; pero eso no significa necesariamente que las historias terminen ahí.

Y aquí voy.

Una semana más tarde, para el 31 de diciembre de ese mismo año, Scrooge ya había vuelto a ser tan detestable como siempre lo había sido hasta esa inolvidable y fantasmagórica Navidad. En realidad, ahora que lo pienso, a partir de entonces, Scrooge fue todavía un poco más detestable. Y existe otra posibilidad aún más terrible: en realidad los fantasmas de las navidades fueron el producto de una conspiración comandada por Bob Cratchit –empleado/esclavo de Scrooge– para quedarse con su fortuna. Tiny Tim fue operado con éxito, su paso por los quirófanos le descubrió su verdadera vocación, y acabó siendo un médico de renombre que, en sus ratos libres, se hizo famoso bajo el alias de Jack el Destripador.

En cuanto al George Bailey de It’s a wonderful life, seguro que se escapó a la mañana siguiente, mientras todos dormían, con todo ese dinero donado por sus adorables vecinos. Y por fin y a solas dejó las nieves de Bedford Falls para siempre poniendo rumbo hacia climas más cálidos, a una lejana ciudad de Brasil llamada –no podría ser de otro modo– Natal.

Felices cuentos. ~


Fuente: Letras libres

miércoles, 29 de noviembre de 2023

La elección del narrador frente a la verosimilitud de un relato

LA ELECCION DE UN NARRADOR FRENTE A LA VEROSIMILITUD DE UN RELATO


Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba


Hace poco un compañero de un taller leyó un cuento en el que un personaje en primera persona relataba cómo fue su transformación de humano a animal. Un cuento muy bien narrado con una historia fascinante. Sin embargo, al final el personaje relata que desde que terminó la transformación “perdí conciencia de mí mismo”. 

Observé que había una gran brecha con ese final, pero varios asistentes, incluido el profesor, me acusaron de no entender que ello era una ficción y de apegarme a las leyes de la lógica que, naturalmente, “pueden ser transgredidas en la literatura”.

En ese momento intenté explicar que había un contrasentido, teniendo en cuenta que se trataba de un narrador autodiegético, es decir, un personaje en primera persona que narra su historia desde su propia vivencia. No es posible, que narre lo que le ocurrió si ya no es consciente de sí mismo. Sencillamente, no podría. El autor en cuestión, hombre muy inteligente y sagaz me advirtió que el cuento no terminaba allí, que había una segunda parte y que, al avanzar yo entendería. Espero ansioso el siguiente capítulo para ver cómo explicará que a pesar de haber perdido la conciencia de sí mismo, el narrador pudo contar su pasado. ¿Si ahora es un animal y perdió la conciencia de que era humano, como es que relata que lo fue? ¿Será que alguien le contó que alguna vez había sido humano y por eso pudo relatarlo? ¿Será que más adelante vuelve a ser humano y puede recordar que lo había sido al inicio? ¿entonces, una vez convertido en humano tendrá consciencia de que fue animal? Será interesante ver qué recurso utiliza.

En la literatura mundial hay muchas referencias a humanos que se vuelven animales. 

El sapo y la princesa es un buen ejemplo. En todo caso el sapo nunca deja de tener conciencia de que es un príncipe convertido en humano. En la princesa pavo real, cuento de la literatura oriental, por el contrario, el animal no es consciente de que era humana hasta que vuelve a serlo. Incluso hay relatos con personas que fueron convertidas en árboles, pero no se pierde la conciencia de haber sido humano. Un árbol que pierde la conciencia de haber sido un humano, no podría relatar que lo fue.

Sí, es cierto que las leyes de la lógica se transgreden en la literatura. Lo que no se puede es transgredir las leyes que la misma literatura ha definido. De ahí viene el concepto de verosimilitud, que es muy diferente al de realidad. La verosimilitud va mucho más allá porque hace posible lo imposible, pero exige que sea creíble.

En muchas ocasiones la elección del narrador determina la verosimilitud. Hace algunos años en un taller, otra escritora planteaba una escena en la que una mujer con un trastorno severo de memoria (Síndrome de Alzheimer) narraba en primera persona que, estando en una cafetería, ella le preguntaba al mesero “¿Qué día es hoy?” y que cada vez que él pasaba, ella le volvía a hacer la misma pregunta porque no era consciente de haberlo preguntado antes. Mi comentario de entonces era que, si de verdad la persona tenía Alzheimer, no podría recordar que había hecho la pregunta. Mi sugerencia para ese texto era que ella le preguntara “una sola vez” al mesero y fuera él quien le respondiera que la pregunta ya la había hecho seis veces. Si ella sufría de Alzheimer, ¿cómo iba ella a relatar que hizo seis veces una pregunta que no podía recordar haber hecho? 

Hay que tener en cuenta que desde el punto de vista del narrador autodiegético es imposible saber cosas de las que no se tienen conciencia o no se tienen memoria.  En otras palabras, un personaje que no tiene conciencia de su pasado, no puede relatarlo. 

Para explicar mejor mi punto les mostraré un ejemplo.

Nací en la ciudad de Medellín. Me crie en el barrio San Benito. Fui el mayor de tres hijos. Estudié en el colegio de los Hermanos Cristianos y luego pasé a la universidad donde estudié medicina. Desde la infancia solía practicar ciclismo, hasta que un día antes de graduarme como médico, tuve un accidente en carretera. Perdí el control de la bicicleta y caí a un hueco. Me golpeé fuertemente la cabeza contra una piedra, y sufrí un daño cerebral irreparable. A partir de aquel momento perdí la memoria y desde entonces no recuerdo quien soy. Ahora vago por el mundo intentando averiguar cuál es mi pasado.

En este caso la historia está completa: Tiene un principio, un nudo y un desenlace. Está cronológicamente descrita. Se narra la infancia del personaje, el trasegar por el colegio y lo que estudiaba en la universidad, hasta un día antes de graduarse como médico. En la narración relata que tenía desde la infancia la afición al ciclismo y cuenta que tuvo un aparatoso accidente que le produjo un trauma cerebral. El final de la historia es muy triste: quedó sin memoria. El lector desprevenido ve que hay una historia completa. Un buen lector detectaría el error.

La falla en el argumento es que, si no tiene memoria, no podría contar la historia a menos que haya un comodín. Es decir, que en algún momento del relato diga que puede referir lo que no recuerda porque alguien se lo dijo o lo averiguó de algún modo. De lo contrario, no podría relatar lo que no hace parte de su esfera consciente. En el ejemplo anterior es claro que aún no ha podido averiguar cuál es su pasado, por tanto, no podría contar, en primera persona, nada que haya ocurrido antes del golpe.

El autor debe encontrar la manera de narrar la historia de otra forma. Puede ser a través de un cambio de narrador y hacer que un externo cuente el relato; (alguien que conozca el pasado del personaje antes de que perdiera la memoria, y lo que sucedió después), o buscar un recurso externo en el que el personaje cuente la historia en primera persona aclarando que la información que tiene de lo que no recuerda fue obtenida de una fuente externa.

Aunque es cierto que las leyes de la lógica se pueden trasgredir en la literatura, cualquier construcción ficcional requiere que el mundo que se inventa tenga coherencia dentro de sus propias reglas. No basta con que los datos que configuran la historia estén completos. Hay que hacer que una historia parezca verosímil desde la forma misma cómo se relata.

Carlos Alberto Velásquez Córdoba